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Por PAOLA AYALA.

– Aquí es, aún no llega nadie.

Erick, a quien le apodaban El Sambo por su cabello medio rizado y alborotado de color negro, llegó primero a la casita, conmigo.

Desde una de las calles de Conocoto se la observaba: paredes blancas, dos puertas de entrada, la principal y la del garaje, ambas de color café. En una de las paredes con spray negro y letras grandes decía: Kunun Kutuk.

-Mira, ahí viene el Mitos.

Lo dijo Hugo (el Primate). Se acercaba hacia nosotros un chico delgado, aún con cara de niño y dientes desiguales.

– ¿Qué fue, Mitos? -, dijo el Sambo saludando al chico.

– Hola – nos dijo a los tres.

– Ella es una amiga, se llama Pao -, dijo el Sambo, señalándome.

El chico me dedicó una sonrisa tímida. Yo le contesté con otra.

Se pusieron a hablar de las crews y yo los escuchaba cuando llegó Jonathan (el Ratón).

Saludó a los chicos con un puño y a mí con un beso en el cachete izquierdo.

Por segunda vez, el Sambo me presentó.

Entramos. El Sambo y yo éramos los únicos que visitábamos el lugar por primera ocasión.

El Sambo entró sonriente, con cierto gesto de ansiedad, y con la cámara de su teléfono empezó a filmar, supuse que lo hacía para recordar la primera vez que entró a la casita.

La construcción abandonada era de gran valor para algunos grupos de raperos y grafiteros del valle, como el Sambo.

Yo fui con la intención de descubrir algo y era lo que estaba haciendo.

También comencé a grabar. Pensé que sería un buen recuerdo.

– ¿Tienen perros? – pregunté.

– Aquí viven todos los perros -, respondió el Ratón con tono irónico.

Los demás rieron, como si fuera una verdad de esas con las que todos se identifican.

– Pero no te hacen nada, tranquila -, añadió.

Adentro vimos, como un primer plano, el patio frontal y la casa en medio.

Las paredes estaban todas grafiteadas y un camino encementado en el medio llevaba hasta la puerta principal.

Al lado izquierdo del camino, el piso era de adoquín, como si quien la construyó hubiera pensado que en ese espacio parquearía un auto.

El lado derecho debió haber sido ideado para un jardín. Solo quedaban tres árboles de tomate.

Adentro era muy fuerte el olor a perro sucio o mojado. Entendí lo que quisieron decirme con la broma canina.

Casi todas las paredes también estaban repletas de grafitis.

En la planta baja había un cuarto y una sala mediana. A un lado, gradas que llevaban al subsuelo. Entendí mucho mejor la alusión a los perros y a su olor.

Allí estaban los canes adoptados por los chicos.

Ladraban pidiendo comida, sobre todo los cachorros,  pero nadie los atendió hasta que terminara la reunión

Subimos al primer piso. Allí sería la reunión de los miembros de las diferentes crews.

Arriba, el olor a perro sucio y mugriento se desvaneció.

Había dos cuartos y un baño copado de desperdicios.

En uno de los cuartos empezaron a poner sillas.

Mientras lo hacían subí a ver qué había en el segundo piso: una terraza con cajas por todo lado. No me acerqué a mirar su contenido.

Bajé. Me senté en medio del Sambo y el Primate. Hasta ese momento era la única chica, rodeada de jóvenes desconocidos.

Sin embargo, no me sentía incómoda. Un 80% de mis amigos son hombres y la mayoría de tiempo paso con ellos, así que estaba acostumbrada a ser la mujer del grupo.

Empezaron a hablar de las crews más fuertes que hay en el Valle de los Chillos.

Yo no entendía. Interrumpí la plática.

– ¿Qué es una crew?

Se quedaron en silencio.

Tuve que explicar al Mitos y al Ratón por qué estaba ahí. Se me había pasado por alto decírselos.

Ellos se miraron. Asintieron.

– Una crew es como una banda -, dijo el Ratón.

-Una banda de raperos y grafiteros-, añadió el Mitos, el más joven de esta crew, con 17 años.

– El objetivo de una crew puede ser bueno o malo -, dijo el Sambo.

– La de nosotros quiere dejar un mensaje reflexivo a la gente, a través de nuestras canciones y grafitis.

Cierta vez unos religiosos habían rayado la casa con mensajes bíblicos. Y no les gustó. Intervino el Primate:

– A nosotros no nos importa si quieren o no que grafiteemos sus paredes, igual lo hacemos.

Los demás miraron al Primate con respeto y silencio.

Empezaron a discutir sobre la religión y la existencia de Dios.

Solo el Primate creía en Dios. Los demás dijeron creer en sí mismos, como si eso fuera suficiente para vivir. Escuché historias de pasados dolorosos.

Llegó Luis. Le dicen el Craft. Alto, delgado, de aspecto débil pero con carácter fuerte.

Algo iba a pasar ese momento. Y pasó: una manzana, con hierba de marihuana introducida en el vástago, encendida y con humo, empezó a pasar de mano en mano, de boca en boca, de humo en humo…

Salí a recorrer un poco más la casa a la espera de que acabaran. Pensé que era cierto que quería descubrir algo nuevo, pero fumar marihuana no era mi plan.

Vi con más atención los grafitis. Traté de descubrir qué querían expresar.

Lentamente subía y bajaba mi mirada por cada pared. Me atraían los colores y las figuras. Eran muy buenos dibujos.

Varios que llamaron mi atención, como uno que tenía ojos de muchos colores y expresaban diferentes estados de ánimo.

Recordé lo que me había dicho el Sambo antes sobre el objetivo de Kunun Kutuk.

Es un movimiento, Okupa que surgió hace un año atrás.

Tiene un proyecto social que busca la reivindicación del acceso a bienes inmobiliarios abandonados gracias al uso eficiente de espacios.

Así lograron adueñarse de una casa abandonada de tres pisos y un subsuelo, además de un gran espacio baldío ubicado en el sector de Conocoto, al este de Quito.

– Un día decidimos empezar a limpiar y así comenzó todo.

Más conocido como el Ratón, Jonathan ha sido uno de los líderes y pioneros de este movimiento.

Salí a comprar chitos y una coca-cola. Caminé algunas cuadras. Al regresar vi a otro chico entrar allí.

Se llama Andrés y es el autor de uno de los grafitis más famosos de Quito.

Un dibujo de un oso que aparece en todas partes de la ciudad, por eso lo apodan Mr. Oso.

Hoy, cada vez que veo ese grafiti en cualquier parte, el nombre del chico se me viene a la mente, al igual que cuando veo grafitis del Primate.

El Primate, que se llama Hugo, tiene ese apodo porque la mayoría de sus grafos, muy llamativos, se refieren a monos en diferentes cosas.

Cuando me senté otra vez seguían fumando marihuana.

El Sambo me explicó por qué lo hacía:

– Me siento libre y me olvido de todo, es mi medicina -.

¿Y cómo llegaron a pertenecer a esta crow?

Hablaron todos al mismo tiempo.

A pesar de que pertenecían al mismo movimiento, unos pensaban totalmente diferentes a los otros en muchos temas.

Como la religión, como los crímenes que ellos han cometido, como todas sus irreverencias sociales.

El Primate me advirtió que no todos son como ellos. Que otros, que llegarían más tarde, no les gusta compartir ni hablar con gente que no son como ellos.

Horas antes, en el camino para llegar a la casita, también me contó que él viene de bandas criminales grandes.

Que él antes no le veía sentido a la vida.

Que en una banda de criminales no hay amistad.

Que tienes que sobrevivir y hacer lo que los grandes pidan.

Que si no eres leal, ellos mismos se encargan de matarte.

Ese era su pasado hasta que conoció amigos que le enseñaron cosas buenas.

Como el grafiti, que le costó mucho trabajo llegar a hacerlo bien, pero es lo que más ama hacer hoy.

Tiene tatuajes en su cuerpo como marca de su pasado.

El Sambo, en cambio, no tiene tatuajes. Lo que más le importa en la vida es su pequeña hija de tres años, a quien desde ya le gustan los grafitis.

Luego llegaron cinco chicos y una chica.

Entraron, saludaron y enseguida empezaron hablar del evento que a iban a organizar: ese era el objetivo de la reunión.

El evento trataba sobre mostrar el talento que tienen las crews del Valle de los Chillos en la improvisación, en el rap, en el grafiti.

Uno buscó una pista musical mientras los otros se ponían de acuerdo sobre qué tema iban a rapear.

Algunos empezaron a improvisar.

La pipa seguía pasando mano tras mano y boca tras boca. Era hora de irme.

Me despedí. El Sambo me acompañó a la parada. Estaba un poco mareada.

El olor y la densidad del humo de la marihuana, así como los rostros de los chicos y sus historias del pasado, aún me persiguen hasta ahora.

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