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El mito

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Por Karina Mejía 

Sarah sabía que lo único que no quería hoy era romper el mito que ella había creado de sí misma, no le interesaba la idea de tener una relación sexual con Tomás sino algo más que no era fácil de explicar.

Últimamente se venía sintiendo vieja, pero al mismo tiempo sabía que él no la vería así, confiaba en que tras los vestidos del recuerdo adivinaría el cuerpo de la mujer con la que había tenido tantas fantasías que no se habían esfumado con cada nuevo calendario. Lo que más le preocupaba era perpetuar la imagen con la cual Tomás iba a idealizarla en el futuro, esperando que se condujera en la forma en que la había soñado en todos los años pasados y cómo debía verla esta tarde en que iban a reencontrarse tras unos 30 años de ausencias físicas y de recuerdos permanentes.

Fueron una de las tantas parejas que se prometieron amor eterno, pero también una de las pocas que lograron reemplazarlo por amistad sin dejar heridos en el camino, al menos hasta ahora.

Ella, un poco soñadora, se sentía afortunada de haber conquistado una relación de esas que no se corrompen con los años, ni con el tiempo, ni con la distancia, ni con los celos, ni con los nuevos amores que iban surgiendo en sus respectivas vidas. Él agradecía el haber conocido a una mujer que siempre lo quiso incondicionalmente y que le entregó la pasión que otras mujeres más presentes en su vida no le dieron. Así se formó el mito.

Sarah estuvo toda la tarde dudando sobre el vestido que debía usar. Esa misma inseguridad la había perseguido por muchísimo tiempo. ¿Cómo debería lucir cuando volvieran a verse?

Durante los primeros años de ausencia creía que lo mejor era usar aquella faldita marrón con la cual -o mejor dicho sin la cual- empezó el mito. Los años siguientes en cambio optó por algo más discreto, como un inocente vestido blanco con vuelos.

Pero en los años que precedieron a esta cita había caído en cuenta de que la falda marrón tan bien conservada ya no le venía como antes y que ahora le desfavorecería y resaltaría su edad.

El vestido blanco ni para qué pensar, se vería ridícula como una adolescente vestida de bebé. Además hacía mucho frío y nunca se le ocurrió que el día del reencuentro se daría en invierno.

Durante todo el día Tomás no había podido pensar en otra cosa que no fuese la experiencia erótica que había vivido con ella y que se tornaba más agradable con el paso de los años y la conciencia de la distancia.

Era como si el tiempo intensificara la satisfacción sentida en la corta semana que duró su encuentro y aun así no sabía precisar si la deseaba o si le asustaba la idea de volver a hacerle el amor. Tampoco sabía si Sarah estaría dispuesta: habían mantenido luego de su primer encuentro una amistad inocente y a ratos distante, según la realidad de sus vidas separadas por kilómetros.

Todo este tiempo ellos se habían querido, quizás manteniendo algo de la inocencia y el amor de postadolescencia que los unió -y sin mayores expectativas que la de mantener un buen recuerdo de un amor consumado, pero un tanto platónico, que siempre les dejó un sabor de no haber concluido de la forma correcta.

Eran las 19h00 y faltaba tan solo una hora para la cita, ambos se arrepentían de haber pospuesto tanto este momento y pensaron que perdieron en el pasado tantas oportunidades.

Ella siempre había temido lo peligroso que podría ser el sentirse implícitamente obligada a mantener latente el mito, uno que cualquiera al verla hoy con tantas canas y arrugas internas y externas encontraría ridículo, es por eso que tenía miedo de no estar a la altura de las expectativas. Había pasado tanto tiempo desde aquel ardiente affaire en una ciudad elegida al azar a la cual ella llegó con su corazón plagado de un ideal de amor eterno. ¿Habría sido amor?

A las 19h15 Sarah decidió que definitivamente no iría. De qué serviría llegar con tantos kilos menos, su piel poco firme, sus manos resecas. Y lloró por no haberse atrevido antes, por no haberle robado a su otrora presente de mujer casada unos días del tiempo que le faltó con Tomás.

Él sabía que la había deseado y añorado en los momentos más estables y felices de su matrimonio, que cuando hacía el amor con la madre de sus hijos habían minutos en que le hubiese encantado que sus propios gemidos se confundiesen con los de Sarah. Era asombroso que todavía hoy pudiese recordar perfectamente las líneas de sus caderas y el olor de su piel transpirada. Jamás en estos años se había cuestionado si el mito era tan real como en sus recuerdos.

Se preguntaba si no debió haber dado el salto y proponerle hace 20 años (cuando ella se divorció) que fuese su amante, quizás ella habría aceptado con agrado, pero a estas alturas era imposible saberlo.

En la radio sonaba una de canciones que en algún momento le dedicó Tomás:

«Mía, aunque quieras negarlo eres mía/aunque tenga mis manos vacías procurando sentir tu calor./ Mía, aunque estés con él durmiendo sabes que eres mía,/ mía por que le mostré a tu piel lo bella que es la vida/ y tú sabes bien que es así./ Mía, porque yo te enseñé la poesía que le enseña la noche al día/ entre sábanas llenas de amor./ Mía, aunque vueles muy alto eres mía/ aunque él tenga tu compañía/ yo soy quien tiene tu corazón». Eddie Santiago (Mía)

A las 19h30 y con los ojos cansados por el llanto Sarah cayó en cuenta de que ahora estaba a pocos metros del ex amor de su ex vida y finalmente decidió que no lo dejaría pasar, el lugar que habían fijado era un café muy conocido, estaba bastante cerca de su hotel por lo cual iría caminando.

Él tomó un taxi y llegó 10 minutos antes de la hora fijada y se sentó en una mesa en una esquina bastante visible, empezó a fijarse en todas las mujeres que se acercaban al lugar intentando identificarla.

Nunca se pusieron de acuerdo acerca de la forma como iban a reconocerse en aquel local tan grande y concurrido, habría sido grosero señalarlo ya que ambos se conocían y se habían añorado por tanto tiempo.

Sarah llegó media hora tarde, estaba nerviosa por el retraso pero sabía que él iba a esperarla.

Repasó todas las caras de los hombres solos sentados en el café (que lamentablemente eran muchos) lo inexplicable es que ella buscaba a un joven de aproximadamente 20 años y no había uno solo de aquella edad, y definitivamente ninguna de las caras de los cincuentones correspondía a la del hombre al cual ella había amado.

Pensó entonces que tal vez el también se había retrasado pensando en el traje que iba a usar esa noche, caminó hasta el fondo del lugar, una de las cosas que siempre recordaba de los gustos de él era que prefería las mesas tranquilas y aisladas del resto de comensales, por lo que eligió una ubicada en un sector un tanto oscuro.

Él no la vio entrar, ni a ella ni a la señora desconocida sentada al fondo. Realmente no la vio.

Cuando Sarah llegó él llevaba 40 minutos de ansia y aburrimiento por lo cual dejó de mirar a la gente pasar y se distrajo con un diario que le acababan de entregar.

Pasaron 30 minutos más y Sarah sufría porque él no había sido capaz de llegar a la cita, ni siquiera respondía los mensajes de whatsapp (aunque se fijó que la última conexión había sido varias horas antes), se arriesgó a llamarlo sin saber siquiera si Tomás tenía o no activado el rooming, y no hubo respuesta.

Tomás, en cambio, ni siquiera cayó en cuenta de que no había llevado el celular, era como si tuviera la certeza de que ella aparecería independiente de la hora.

A Sarah se le lestimó el ego, su única explicación era que él había reflexionado sobre lo poco sensual y atractiva que se vería ella a su edad. Tomás, en cambio, sufría por que el encuentro sexual -tan esperado por años- aparentemente no se iba a poder dar.

Él tenía que tomar mañana en la noche un vuelo de regreso a su país, otra vez no había tiempo y las posibilidades de inventar una excusa para regresar a aquella ciudad eran escasas. Decidió ir a su hotel, quizás ella habría dejado algún mensaje…

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