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El famoso músico, fallecido este miércoles 8 de mayo de 2019, nació en Salcedo, Cotopaxi, en 1933. En 1958 compuso el fox incaico Collar de lágrimas, el himno no oficial de los migrantes ecuatorianos.

Víctor Vizuete E.*

Su voz tenía la calidez de una madre que conmina al hijo a abrigarse cuando hace frío. Hablaba despacito, como si sus palabras fueran de chocolate, pero con sinceridad que abrumaba y humor que podía desleír el hielo.

Flaco y chiquito, algo calvo y pasicorto, parecía un duende bueno. O un gorrión en un inquieto, perenne y nervioso ajetreo, pues no le gustaba estar quieto ni un momento, lo que ponía a veces de cabeza a la persona que lo visitaba en su departamento del noroccidente de Quito.

Esa vitalidad hacía olvidar que Segundo Remigio Bautista Vasco era ciego desde los tres meses de nacido.

Sus ojos eran dos guiones que nunca se abrieron para admirar las estrellas, el escarlata de los ocasos o la inmensidad del mar.

Su ceguera tampoco fue un impedimento para que dibujara una vida plena con los colores más perennes: los de la música.

Nacido en Salcedo, Cotopaxi, en 1933, compuso más de 400 canciones que calaron en la sentimental idiosincrasia ecuatoriana.

Ayer, 8 de mayo de 2019, sus 85 años bien vividos y bien servidos, como solía decir coloquialmente, no resistieron una agresiva neumonía que hace meses le robaba el aire y exhaló su último acorde en el hospital público Pablo Arturo Suárez, de Quito, donde estaba internado.

La música fue para don Segundo la sombra que no necesitó ver para saber que era suya.

Desde los cinco años, en la escuela para niños con discapacidad a la que asistía, descubrió que tenía un oído más fino que el de un sabueso bien entrenado y unos dedos mágicos que extraían bellos sonidos de cualquier instrumento que tocaba.

A los siete años, este cotopaxense nacido en el barrio Mulliquindil, de la tierra de los helados más famosos del Ecuador, ya era un virtuoso del piano.

Y daba, más que recibía, lecciones a sus maestros, aunque estos le enseñaron a tocar por nota, en braille, lo que él aprendía de manera espontánea, con pura persistencia y amor.

A los 11 ya era un maestro de la guitarra española, el requinto, el acordeón, el bandolín y el bajo. Fue alumno de guitarra del maestro Víctor Hugo Haro, en la Escuela de Ciegos de Quito.

A los 15 años dejó el orfanato para recorrer los caminos de la vida.

Por esas fechas tocaba el piano en la radio El Palomar, de Ignacio «Nacho» Ponce, y ya conocía las mieles del éxito pues había actuado en el Teatro Sucre de Quito, todavía no como solista. Lo hizo, recordaba con su sonrisa pícara de siempre, con una guitarra regalada por doña Laura Rivera de Arteta.

Desde esa temprana edad, nunca paró y su vida dio más giros que una perinola.

En un baile conoció al amor de su vida, Sofía Benavídes Baquero. Con ella tuvo tres hijos. Uno de ellos, Iván Alexander, también un músico de nota.

En sus idas, venidas y vueltas conformó varios tríos y conjuntos. En Ambato conformó el Luz de América, junto con Luis Cárdenas y Oswaldo Amores.

En una presentación en la radio guayaquileña El Mundo, el dueño de la estación, Gabriel Vergara, le sugirió que rebautizara al trío como Los Montalvinos, por ser Ambato la cuna de el escritor cosmopolita.

Y como Los Montalvinos se quedaron. Con ese nombre dieron algunas vueltas al mundo, más que las de Julio Verne en 80 días.

Luego formó parte, junto con los grandes maestros Guillermo Rodríguez y Nelson Dueñas, del trío Cuerdas y Fantasía. Ellos hicieron parte de la música de la película Mitad del Mundo.

En 1958 nació su canción más famosa, que le abrió las puertas de todos los espíritus coterráneos: Collar de lágrimas. Hoy es el himno no oficial de los migrantes ecuatorianos.

«Lo compuse en una noche, la víspera de viajar a una presentación en Lima. Era mi primera salida al exterior y me sentía especialmente sensible», recordaba con nostalgia el maestro.

Pero este famoso fox incaico no es el único éxito de su prolífica producción. La Cumbia Chonera (inicialmente Cumbia Salvaje) y la cumbia Me voy pa mi pueblo fueron otros dos cañonazos que trascendieron fronteras, pero esta vez por intermediación de la orquesta de otro músico inmortal: Medardo Luzuriaga y su popular orquesta tropical Don Medardo y sus Players.

Los últimos años de su existencia trabajó solo y de manera más reposada. Pero nunca dejó de componer en su viejo piano Roland o en su guitarra Chiliquinga. Hasta este miércoles 8, cuando la muerte pisó su huerto, como dice el poeta español Antonio Machado.

Ya no está, pero su voz intimista, que cobija y abraza, seguirá llenando de nostalgia y esperanza a todo compatriota que buscan nuevos cielos en otras tierras y que, en esa búsqueda, canta: Así, será mi destino/ partir, lleno de dolor/ llorando, lejos de mi patria/ lejos de mi madre/ y de mi amor./ Un collar de lágrimas/ dejo en tus manos/ y en un pañuelito/ consérvalo, mi bien/ Ya en la lejanía/ será mi patria/ que con mis canciones/ recordaré…

_____________

*Víctor Vizuete, exeditor y cronista de diario El Comercio, es miembro del staff de loscronistas.org

En la fotografía, el autor de la crónica y el maestro Segundo Bautista.

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