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Por las fotos que he posteado últimamente se habrán dado cuenta que me encantan los perros.

Bueno, me gustan las mascotas, en realidad. De niño tuve un conejo que, dado mi tamaño en ese tiempo, me parecía un canguro rojo que me pateaba de lo lindo cada vez que quería abrazarlo.

También tuve una guacamaya loca que se pasaba toda el día repitiendo «lora patoja, lora patoja», talvez porque veía a una vecina que nunca paraba de hablar y era más metida que policía antinarcóticos.

Gatos también tuve. De unos tres me acuerdo porque eran más ariscos que  algunos influencers actuales.

Perritos, ni hablar. Siempre hubo uno en mi casa. Ahora mismo viven y comen de mi cada más esclerótico sueldo dos Snauzers más revoltosos y halaraquientos que los infiltrados en las protestas callejeras.

Se llaman Junior Barbosa  (o simplemente Junior) y Zeus…  Y les trato con la consideración que se merecen.

Les compro religiosamente su Procan, les doy diariamente sus huesitos para sus dientes y les puteo sin misericordia cuando se defecan u orinan donde no deben.

También les digo lindos y esas huevadas que nos sugieren los expertos animalistas.

Todo como debe ser. Bañarlos no, peor lavarles los dientes, porque de eso se encarga mi hijo. Sin embargo, a pesar de tanta devoción, mi relación con los peludos siempre ha sido medio tirante, como de amor-odio.

Las tres veces que he tenido que vacunarme contra la rabia por otras tantas mordeduras avalan esa rara convivencia.

La primera me marcó, definitivamente. Lo recuerdo como si fuera ayer, aunque ya han pasado sus muy buenos 50 años.

Yo era joven aún y más enamoradizo que el Sandro de América, que traía de cabeza a todas las quinceañeras de la época.

Y fue una noche. Junto a un árbol de los tantos que conformaban el viejo parque Hermano Miguel (ahora los centros comerciales de la Ipiales), donde me embarcaba en un colectivo de la línea Tejar-Ferroviaria, que me dejaba en la puerta de mi casa.

Estaba con mi enamorada de entonces esperando el bus detrás de un árbol… Mucha que mucha.

Nos besábamos con todas las de la ley: ella con sus bracitos en mi cuello y yo con mis manos donde debían estar; o sea… En sus nalgas. Cuando se pronto, sin ningún aviso ni previa señal, un perro más negro que mi conciencia de ese momento apareció de la nada, me dio un mordisco criminal en mi mano derecha y desapareció más rápido que un político corrupto.

La herida se infectó y como era un can desconocido me tuvieron que colocar 14 inyecciones antirrábicas alrededor de mi ombligo.

Y me prohibieron hasta respirar fuerte, peor emocionarme con un beso mientras duraba el tratamiento. ¿Y las otras dos mordidas? Esas fueron causadas por dos perritos en defensa propia… Jeje…

Y murieron rabiosos, por lo que tuvieron que inyectarme nuevamente, aunque estas dos veces ya fueron solo cinco dosis por mordida…

En honor a la verdad, creo que a estos dos animalitos les contagié yo la hidrofobia, porque en esos tiempos ya era más bravo que un pitbull…

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Comment (1)

  1. Alfredo Cárdenas

    24 Nov 2019

    Me alegro que, cronistas como usted, permitan el deleite gratuito de una lectura fácil y exquisita.
    Felicitaciones, señor.

    Reply

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