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Por Rubén Darío Buitrón*

Cuando Rogelio se fue, Carola quedó estupefacta. Era temprano. La noche no había avanzado mucho y habían subido al cuarto 13 del piso 10 luego de comer su plato favorito: una cazuela de pescado y camarón y una cerveza Club Verde.

La conversación en el restaurante del hotel donde ella estaba hospedada fluía sin ningún silencio. En una mesa contigua apenas se escuchaba retazos de la conversación de un hombre maduro con una chica joven.

Carola quería decirle muchas cosas a él y él quería responderle muchas cosas a ella.

Y así fue. Y ese capítulo terminó con una insinuación de Rogelio para que subieran con una botella de vino a la habitación y siguieran la plática, aunque era evidente que el deseo de intimidad tenía otros propósitos.

Avanzaron hasta la medianoche. Por fin, se besaron. Se desnudaron. Se acostaron en la cama. Era como si la ternura sería capaz de cobijar y envolver dos cuerpos que se deseaban.

A ratos, mientras se acariciaban, él trataba de discernir qué era lo que estaban haciendo, qué sentimiento estaban expresando. Rogelio la admiraba mucho porque era una mujer inteligente con quien podría conversar semanas, meses seguidos, porque ella era una continuidad de reflexiones, citas de autores famosos, frases poéticas que la misma Carola se sorprendía de que le salieran tan fáciles, tan tibias, tan apasionantes.

Por primera vez estuvieron a punto de hacer el amor, pero en el punto más alto de la excitación de los dos, él se arrepintió, le dijo que no era conveniente, que se estropearía todo.

Entre suspiros, ella lo miró y le susurró, con la voz quebrada:

-Mi amor por ti es como una roca. Y una roca nunca la podrás quebrar.

Minutos antes se habían besado mucho, durante largos momentos. Habían bebido el vino sin copas, compartiendo el pico de la botella. Se habían tocado y enredado sus piernas y sus brazos como si quisieran atrapar para siempre el cuerpo del otro. Se habían dicho tantas cosas lindas. Era ella quien más coqueteaba, quien más expresaba su deseo de que él la devorara. Rogelio avanzaba con la lengua por la espalda de Carola. La besaba. Le lamía cuando llegaba a la nuca.

Se dieron la vuelta. Ella le ofrecía sus senos, sus pezones. Le pedía que los chupara, que los dibujara con la punta de su lengua. Él no decía nada. Solamente obedecía. Ella desbordaba todos sus deseos. Le pasaba la lengua por el pecho, le mordía el labio inferior, se metía dentro de la colcha, se ponía el pene en la boca y lo lamía con desesperación, con furor, con apetito.

Había hechizos, magias, música que se mezclaba con el jadeo y la respiración agitaba de los dos. Había electricidad, luces extrañas y fantásticas que ni Carola ni Rogelio habían visto antes. Era como una sed que empezaba a saciarse. Era como si se encendieran chispas por toda la habitación, por la mesa donde descansaba la botella vacía, por las ventanas donde la luz de plata de un poste eléctrico formaba un escenario lunar.

Lo que debía venir ahora era la penetración y fue este paso el que Rogelio no quiso dar. Ni siquiera él entendía lo que estaba pasando, por qué una barrera no le dejaba actuar. Fue como si una poderosa fuerza lo succionara para que apartase de Carola mientras él trataba de explicarse a sí mismo y luego a Carola lo que pasaba, pero explicarle qué, todo esto era tan absurdo, tan extraño, una suerte de ataque de antisentimiento que lo invadió, una suerte de desliz en el tiempo, un punto imperceptible en el espacio.

Él estaba muy excitado y ella también. Se hallaban listos para que se colocara sobre ella o al revés y que se produjera la penetración, que se deleitaran mutuamente, que estallaran, por fin, todos los temblores y la ansiedad de tantos meses de desearse y extrañarse.

Pero hubo un alto en los movimientos de Rogelio y Carola le pidió que siguiera, que no se detuviera, que quería todo de él.

Rogelio se apartó, se quedó en silencio, se excusó, le dijo que lo lamentaba mucho mientras él trataba de calmar los impulsos de su pene erecto, pero Rogelio seguía con la historia de que no era conveniente, que se harían daño, que se rompería la amistad, que no podría volver a verla de manera natural, que no era lo más conveniente para ninguno, que ella tenía novio y él era casado, que podría estropearse la relación entre dos militantes del mismo grupo político, que no deseaba destrozar el cariño que tanto les costó edificar entre los dos.

Ella no aceptó ninguno de los argumentos de Rogelio. Le dijo que lo amaba, que lo necesitaba, que no le importaba que estuviera casado, que tampoco le producía ningún remordimiento estar con él y no con su novio, que Rogelio era una de sus felicidades más inmensas, que había soñado tanto con esta noche, que ella no contaría a nadie si eso era lo que a él le preocupaba.

Pero no sirvieron los ruegos. Rogelio empezó a recoger la ropa desperdigada sobre la alfombra. Ponía la de ella sobre el sofá. Empezó a escuchar que Carola lloraba. No puso cuál era la mejor forma de consolarla. Volvía a la escena anterior y no sabía cómo decirle que no era prudente hacerlo aunque él también deseaba hacerlo, sin embargo se sentía un miserable haciendo lo que estaba haciendo y era mejor no decir nada, solamente abrazarla y murmurar que se moría por ella, pero que no quería hacerle daño.

Le dio un beso en la mejilla, recogió su mochila y salió de la habitación. Le gustaba tanto Carola que dudó cuando cerró la puerta por fuera. Caminó por el pasillo y escuchó que de alguna habitación salían gemidos y voces como para recordarle que en eso debería estar él también con Carola.

Mientras bajaba por el ascensor y luego caminaba por las calles aledañas, tenía la sensación de que había tomado la mejor decisión, aunque al mismo tiempo le dolía el vacío que dejó en ella y el vacío que a él también le llenaba el alma.

No le importaba estar casado y que ella tuviera novio. Era mentira que esa situación fuera la que impidió completar el sexo, pero tuvo miedo: vio a Carola tan enamorada de él que si se hacían el amor aumentaría la pasión y él no estaba seguro de convertirla en su pareja, en su amante, porque era una mujer tierna e inteligente, de carácter, pero Rogelio no podía comprometerse con una mujer de alto nivel intelectual, escritora, articulista, porque no sabía cómo equilibrar la inteligencia con el placer.

Al día siguiente, habían planeado desde que llegaron de Quito, se encontrarían en el aeropuerto para tomar el avión de las 7:00 y volver a la capital luego del panel sobre periodismo, cotidianidad y libertad de expresión en el que ambos habían participado. La intervención más aplaudida fue la de Carola, famosa por sus artículos sobre la vida diaria, por lo general artículos en los que ella contaba y reflexionaba, en primera persona, las cosas que le sucedían.

Rogelio se vio a sí mismo como un cobarde. Pensó que si llegara muy temprano al chequeo podría pedir un lugar en la parte trasera del avión y evitar encontrarse con Carola, pero ella también había pensado algo parecido y se encontraron en la misma fila del counter. Ella le saludó con una venia. Él no supo qué decirle.

Ella estaba con gafas negras y él supuso que habría llorado mucho. Rogelio se acercó y le abrazó muy fuerte y ella se dejó. Le dijo que quería volver a hablar con él, pero en Quito, que le avisaría la fecha y el lugar.  Se acercó al oído de él:

-Me hiciste sentir como una puta enloquecida y feliz, pero luego como una mujer poco atractiva, despreciada. Pero lo entiendo. No te preocupes.

Ella se adelantó en la fila y pidió un puesto en el fondo del avión, justamente lo que él pensaba hacer, y cuando le tocó a Rogelio él solicitó un lugar en la parte de adelante, pero ya no había y le tocó ir en la fila posterior a la que ocupaba Carola.

Dejó la maleta de mano en el compartimento superior y hubo un instante donde su mirada se cruzó con la de ella.

-Se sentó, se acomodó, se ajustó el cinturón de seguridad. Pero, luego, cuando vio que nadie ocuparía el asiento contiguo al de Carola, llamó a una de las azafatas y le preguntó si era posible sentarse allí.

Logró sentarse junto a Carola y ella lo quedó mirando. Él le dijo que sentía mucho lo que había sucedido la noche anterior. Ella le respondió que ya le dijo lo que tenía que decirle y que, a pesar de que viajarían uno junto al otro, no diría nada, no respondería nada.

Rogelio le pidió que no lo castigara así, que no lo matara con el silencio, que la necesitaba, que le gustaba mucho pasar con ella, hablar de libros, de política, de lo cotidiano, que él necesita su voz, sus palabras, sus ideas. Que ama leer sus textos.

Carola se quitó las gafas y mostró sus párpados hinchados y sus ojos húmedos. Dejó caer algunas lágrimas mientras el avión despegaba y Rogelio quiso secarlas con una servilleta, pero ella no se lo permitió.

-Tú eres el hombre al que más amo, pero ahora ya no te pertenecen ni mis lágrimas.

Ella hablaba despacio, con ternura, pero también sin dudar cada palabra que decía. Aplastó el timbre de llamada a la azafata y esperó.

Ella le dijo a la cabinera que el hombre que iba a su lado la estaba molestando y que quería sentarse en otro lugar.

Cuando llegaron a Quito y el avión se detuvo en la pista, Rogelio vio cómo Carola tomaba su maleta y se marchaba.

Pero no fue hasta tres días después cuando volvió a saber de ella.

Carola publicaba sus artículos en el periódico más importante de la ciudad. Mucha gente la leía, porque no eran los análisis políticos o económicos de siempre.

Él se sorprendió y palideció cuando leyó el titular: “Mi amado Rogelio”.

Nunca había leído algo así. Una declaración de amor tan intensa, apasionada, adolorida, loca, con personajes reales y sin tapujos. Con él como personaje real. En el artículo Carola contaba cómo Rogelio la había hecho sentir aquella noche.

Rogelio se derrumbó. El artículo lo leerían su esposa, sus familiares, sus compañeros, sus amigos, sus colegas, las amigas de Carola con las cuales, hasta entonces, él había tenido una excelente relación.

Empezaron las llamadas, los mensajes y los comentarios en Twitter y en Facebook. Las reuniones de mujeres para rechazar la actitud machista de Rogelio y para repudiar el desaire a una mujer tan entera como Carola. El llamado de atención a Rogelio en la empresa donde trabajaba. El pedido de divorcio de la esposa. Carola sabía cómo contar las cosas: su estilo era elegante, metafórico, filosófico y contundente. Por eso impactaba leerla. La conclusión de su artículo sobre Rogelio era que nunca antes había vivido una situación donde las intensas luminosidades se volvían un infierno.

Los días fueron enlutando el corazón de Rogelio. La soledad y el desamparo habían anidado en su alma y Carola seguía escribiendo acerca del dolor y del vacío que puede dejar el amor no correspondido.

Estaba roto en pedacitos. Cualquier hombre hubiera aprovechado la situación, habría hecho el amor con Carola y hasta tendría de qué jactarse con los amigos y compañeros. Pocos hombres tendrían esa oportunidad.

Él trataba de convencerse de que quiso ser honesto, pero había una parte (la más trascendente) que él mismo no entendía: por qué dudó y se negó a sí mismo el placer de amar a Carola, quizás porque ella era más que él, porque él tenía temor de que ella lo devorara en todos los sentidos. El típico miedo de los hombres sobreprotegidos por su madre en la infancia y que huyen de la posibilidad de comprometerse con una mujer entera que les exija ser personas capaces de gobernarse a sí mismas.

Alguien le contó a Rogelio, días después, que ella también estaba destrozada, porque pensaba que hubo cierta crueldad en su artículo y estaba segura de que, sin proponérselo, se excedió en sinceridades. Estaba bien narrar los avatares de una relación de pareja, pero contar los detalles de cómo se fisuró esa roca tan firme fue un golpe mortal para el hombre que tanto quería.

“Los amores que, al final, no fueron, son retacitos de luz tenue, son hoyos en la amnesia, son chispas eternamente desapacibles”, leyó Rogelio en el notable y firme texto de la columna de Carola, donde ella se despedía para siempre de sus lectores. Y de él.

________________

*Rubén Darío Buitrón, quiteño, poeta y narrador, es director-fundador de loscronistas.net

Fotografía: Jeremy Mann

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