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Lloré. Y mucho. Amaba a Cris, o, al menos, pensaba que estaba enamorado de ella, el sexo entre nosotros era un vértigo de eternidad, un sonido de todos los colores, pero aquella noche ella me dijo que nunca podríamos ser felices y que había decidido que nos separáramos para siempre.

Lo que escuché de esa mujer fue como un viento helado, una noche escalofriante, un sismo, un huracán de desconfianza. Fue como el ruido seco de un hachazo.

Cris me dijo aquello y se fue. Afuera la esperaba su hermano. La vi subir al auto. Ella no volvió la mirada. Cuando el motor del carro arrancó me vinieron todas esas sensaciones.

Mientras sollozaba, a la vista de los meseros y del bartender, que desde su visión machista quizás no entendían que un hombre sufriera así por una mujer, ya más calmado llegué a la conclusión que la relación tan breve pero celestial que tuvimos con ella no fue sino una serie de trampas urdidas por una mujer que, pese a su belleza, a su sensualidad, a su urgencia de que todos quisiéramos acostarnos con ella, necesitaba aquellas revanchas para sanar sus dolores.

Cris tenía un hijo de 11 años, Alejandro, de rasgos idénticos a los de su madre, y solamente ella y su madre sabían quién era el padre. Clemencia, la mamá, era una mujer gordísima, de aspecto despreciable, que además de cocinar para sus hijos pasaba todo el resto del día y de la noche desparramada sobre un amplio sofá individual desde el cual consumía su existencia mirando películas y series en la televisión que tenía al frente y con la cual hablaba, comentaba, se sorprendía, como si no le importara nada más en el mundo que llenarse la cabeza y el alma de basura visual, como si nadie más existiera en esa casa.

Cristina me contaba que su madre era viuda y que cuando su esposo murió la dejó con ella y su hermano, muy pequeñitos, y que desde entonces se encerró en sí misma.

Pero yo nunca le creí esa parte de su historia. Porque, además, se repetía con ella. Se casó, quedó embarazada y su esposo murió en un accidente de carretera. Hay fragmentos de la vida que uno llega a inventar para justificarse o para justificar a los demás. Y para sobrevivir con esas mentiras.

Tampoco entendía cómo una mujer de aspecto tan grotesco y repugnante pudo haber parido a alguien como Cris, una mujer con garbo, espeluznantemente bella, hermosa como una luna llena imposible de evitar que su luz bañara el corazón.

Pero había más en esta historia donde una red de mitos, tabúes e incertidumbre me estaba atrapando. Cris tenía otra hija, de siete años y con otro hombre que había sido su segundo marido, un empresario de mucho dinero que era dueño y habitaba en un departamento de uno de los edificios más elegantes de la avenida González Suárez, la calle donde habitan los más ricos de Quito.

A diferencia de Alejandro, la niña, María Paz, vivía con César, su padre. Ella y su padre. Cris decía que se había divorciado del individuo porque una noche, luego de una fiesta, borracho, había intentado apuñalearla luego de que un apuesto hombre la sacó a bailar y no dejaron de hacerlo al menos por una media hora.

Tampoco creí esta historia. Y, sin embargo, todo lo que me contaba era como un juego de espejos en el que solo se reflejaba ella y yo no aparecía. No aparecía porque cuando ya no nos vimos más me di cuenta de que la existencia de Cris era una mentira tras otra, como latigazos que le gustaba repetir o que acomodaba según quién era el que la escuchara.

Si el hombre quiso apuñalearla, Cris tenía todas las herramientas legales para denunciarlo, demandarlo y exigir la custodia de María Paz. No lo hizo porque contaba que su reflexión fue que castigaría a César para siempre con la ausencia de la madre de la niña y que él tendría que cargar todo el peso económico de la educación y la crianza de la pequeña.

Todo en ella era extraño, excepto su inapelable hermosura, su capacidad de atraer a los hombres, su fuego que crepitaba desde el cabello negro, negrísimo, hasta sus pies, casi siempre descubiertos y perfectos.

Lo de María Paz era confuso. Cris decía que habían llegado a un acuerdo judicial con César para que él se encargue de la niña, pero que la madre podría verla en Quito o en Manta cada 15 días con todos los gastos pagados por el padre.

Contaba que cuando venía a Quito dormía en una habitación especialmente preparada para ella. Acompañaba a María Paz hasta que se durmiera y luego iba a dormir a su cuarto.

¿Y César? ¿Tendría la capacidad de dormir solo sin desear a Cris, que dormía en la habitación de al lado? ¿Y ella? ¿Cómo era posible que viniera a quedarse una o dos semanas sin intentar dormir con el hombre que un día fue su esposo?

Claro que, según ella, había un intento de agresión con un cuchillo, pero, entonces, ¿cómo podía dormir tranquila en el departamento donde un hombre, su hombre, su esposo de aquel entonces, había querido matarla?

La muerte, el amor, el sexo, los celos, la niña. Todo se mezclaba de manera bizarra en esta historia. Incluso la madre de Cris, que era conservadora, que rezaba a los santos todas las noches antes de dormir luego de una agotadora jornada de televisión, que no permitía -como lo hizo conmigo- que alguien se acercara demasiado a su hija, ¿cómo permitía que sucediera con frecuencia -con la frecuencia que expresaba Cris- esta extraña situación?

Había un esposo muerto antes de conocer a su hijo. Había un hombre celoso que había intentado matarla. Había un hombre como yo que la amaba como si llovieran rosas blancas cuando nos tomábamos de la mano o hacíamos el amor. Había, estoy seguro, otros hombres y otros romances fugaces que, en fondo, eran su revancha contra todos nosotros.

Nos mentía y nos mintió a todos. Pero sus mentiras eran como caballos salvajes, caballos desbocados, caballos que trotaban sobre el andén de una estación de tren que no llevaba a ninguna parte.

Y, sí, Cris terminó en ninguna parte. La encontré ayer, años después, mientras tomaba un té y comía un pastel de chocolate en una cafetería de la González Suárez. Yo pasaba por allí, ella y María Paz estaban en una mesa y escuché que alguien me llamaba.

Aprovechó que María Paz fue al baño para contarme su última mentira: esta bella mujer, ahora sin luz en su rostro y sin la potencia abrumadora de su mirada, me contó que hacía un año había muerto César. Y que ella estaba viviendo con su hija en Quito. Y que gracias a Dios él les había dejado todo a la madre y a la hija.

Que estaba feliz luego de tanto dolor, me susurró. Me dio un pequeño papel con la dirección exacta del edificio, del departamento, de su número de celular. Que me extrañaba. Que fui el hombre de su vida.

Yo sonreí, le dije gracias, tomé el pedazo de papel y lo rompí. Le dije que nunca podríamos ser felices y que había acatado como una orden del infierno su decisión de que nos separáramos para siempre.

Le di un beso en la mejilla, ahora un poco ajada, un poco anochecida, me despedí y salí. Mi revancha se completó cuando desde la puerta de la cafetería tomé el celular y llamé a Lorena para decirle que quiero verla, que la necesitaba, que viajaría a Manta si fuera necesario.

-¿Viste a Cris? ¿Te encontraste con ella? Y sonrió.

Lorena me conocía demasiado. Total, entre la historia de Cris y la de ella, desde que la llamé la primera vez para que hiciera el amor conmigo, me consolara y durmiera a mi lado, habían pasado diez años de verla y no verla, de visitarla en Manta o de recibirla en Quito.

-El sábado y domingo puedo dormir contigo todo el fin de semana, me dijo, coqueta.

Lorena era todo lo opuesto a Cris. No contaba historias enredadas ni complejas. No creaba mitos. No tenía un pasado atormentado. No la brotaba la belleza desde su rostro y su cuerpo, sino desde su más profunda esencia. Desde que Cris me dijo que nunca podría ser feliz conmigo, Lorena, simplemente, es mi acogedora armonía, mi paz amable, el sexo como luz.

________________

* Rubén Darío Buitrón, quiteño, escritor y periodista, es director-fundador de loscronistas.net

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